Ya tenemos el primer colaborador en este blog. Se llama Javier, y lo vamos a considerar el experto. Me ahorro las explicaciones, que él me de o me quite la razón. Ahí va su primer escrito...
Uno se imagina un partido de este tipo algo así como el encuentro entre una panda de amiguetes que en lugar de tener en común un trabajo, un pasado estudiantil o algo por el estilo, lo que tienen en común es su enorme dificultad, más o menos insuperable, para acceder a la verticalidad. Cansados estamos de ver en la televisión deportistas que nos defraudan, y queremos encontrar en estos una especie de reconciliación con el más helénico espíritu del deporte. No digo yo que no sea así, no digo yo que entre los que están en la cancha se comparta algo más que un obligado vehículo de ruedas; pero vemos también el deporte que nos admira, ese que está cargado de tensión, de partidismo, de lucha, de querer superarse y superar, de querer ser el mejor de uno mismo para acabar siendo el mejor de todos.
Como espectador sentí que no estaba a la altura. No por ese caritativo sentimiento de culpa de imaginar que yo había llegado hasta allí poniendo en funcionamiento algo tan simple que ya despreciamos: las rodillas; sino por haber ido con pena, con temor de expresar cualquier sentimiento que pudiera herir a personas que desde mi prisma, infantil en todo punto, vivían bajo sospecha constante; como si fueran niños a los que hay que esconder una verdad, que por otro lado, ellos llevan con más madurez y dignidad de la que nos imaginamos. Y no, ellos me demostraron cuan equivocado estaba, en todo excepto en una cosa: ninguno podía ponerse en pie.
Lucharon, gritaron, se insultaron, maldijeron las gafotas del árbitro, y poco a poco, mientras ellos deslizaban su ilusión sobre las ruedas y el parquet, yo maduraba como ser humano, como espectador, como individuo que no ve en quienes ya no caminan a personas por las que hay que sentir pena, sino respeto, el mismo respeto que a cualquier otro, porque hacen lo que los demás, buscar que su equipo gane, solo eso, y si es necesario se recurre a lo que en deporte se llama juego sucio. Y si de sucio tiene algo debe ser que ocurre en los momentos de mayor tensión, cuando más suda el cuerpo. Todo empezó por entrar a ver a esos pobrecillos que no pueden aspirar a la NBA, y acabé gritándole, como el resto de los espectadores, a uno de ellos que fingiendo una lesión no acababa de decidirse a volver a su silla...usando para ello solo las manos...
Como espectador sentí que no estaba a la altura. No por ese caritativo sentimiento de culpa de imaginar que yo había llegado hasta allí poniendo en funcionamiento algo tan simple que ya despreciamos: las rodillas; sino por haber ido con pena, con temor de expresar cualquier sentimiento que pudiera herir a personas que desde mi prisma, infantil en todo punto, vivían bajo sospecha constante; como si fueran niños a los que hay que esconder una verdad, que por otro lado, ellos llevan con más madurez y dignidad de la que nos imaginamos. Y no, ellos me demostraron cuan equivocado estaba, en todo excepto en una cosa: ninguno podía ponerse en pie.
Lucharon, gritaron, se insultaron, maldijeron las gafotas del árbitro, y poco a poco, mientras ellos deslizaban su ilusión sobre las ruedas y el parquet, yo maduraba como ser humano, como espectador, como individuo que no ve en quienes ya no caminan a personas por las que hay que sentir pena, sino respeto, el mismo respeto que a cualquier otro, porque hacen lo que los demás, buscar que su equipo gane, solo eso, y si es necesario se recurre a lo que en deporte se llama juego sucio. Y si de sucio tiene algo debe ser que ocurre en los momentos de mayor tensión, cuando más suda el cuerpo. Todo empezó por entrar a ver a esos pobrecillos que no pueden aspirar a la NBA, y acabé gritándole, como el resto de los espectadores, a uno de ellos que fingiendo una lesión no acababa de decidirse a volver a su silla...usando para ello solo las manos...
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